A Lin, ¿por qué no?
Y a Georgie, porque también son
posibles los plagios involuntarios.
Contrario a la creencia, Yahwé de los ejércitos no llegó a derribar la torre más alta, puede que incluso estuviese ajeno a su existencia. La torre se completó, impulsada hacia el cielo por las manos de miles de gigantes, quizás lamentablemente demasiado iguales en su sed de gloria. El suyo fue un trabajo de magnitudes glaciares, espaciado a lo largo de generaciones sedientas de un don que por indefinible no lo era menos. Huyendo de una revelación parsimoniosa o adelantada, velaron sus ojos y oídos, y sólo por la intimidad del tacto y el olfato se guiaron en su camino ascendente.
Lentos eran los días de los constructores, trabajando como hormigas ciegas, y como el más descaminado de los hormigueros fue creciendo su obra, hasta que un “deteneos” simultáneo les colmó el pensamiento y les hizo arrancarse las vendas y los velos. Vieron el mundo inmenso desde la cima de la torre, las tierras, sus plantas, bestias, ángeles y demonios, y se creyeron divinos. Pero enseguida se enturbiaron los clamores, y volvió a condensarse el silencio preñado de la cima del mundo.
Frente al metal de la creación, los gigantes del pasado se hallaron insignificantes, iguales a pulgas que descubren la enormidad de un camello, insignificante él mismo entre los granos de arena. Incluso esto lo hubiesen soportado, cuando alguien murmuró “es una esfera” –y lo era, una esfera enorme, con su único lado parcial y eternamente oculto. Ellos, que hubiesen sobrevivido al infinito, se vieron aplastados por aquella finitud inaprensible.
Parados en la cima del mundo, los hombres se miraron por última vez, regresaron las vendas a sus ojos, y uno por uno fueron quitando los ladrillos de la torre.
(Copyright (c) Daniel Cruces Pérez, 2008)