Callado

Cuando Papá regresó del paseo por Angola, la cabeza de Darío era como un hormiguero alborotado de preguntas, pero una flotaba por sobre el resto como una enorme y tornasolada cucaracha. Era demasiado chiquito para ser tímido, y según Abuela, “demasiado malcriado para saber callarse”, así que fue directo hacia su padre y le espetó, en el tono más serio que puede poner un niño, “¿Papá, dónde dejaste tu pierna?”

«Por eso es mejor andar callado, Darío. Así se aprende mucho, viendo y oyendo a los demás. Hablando namás aprendes a hablar más.»
Ilustración por Renier «Réquer» Quer (c) 2021, Todos los derechos reservados

Las reacciones no pudieron ser más diferentes. Papá lo miró callado, y por un momento a Darío le pareció por un momento que no tenía respuesta –aunque por supuesto, eso era imposible. Papá lo sabía todo. Abuela empezó a llorar bajito, mientras Abuelo le acariciaba la cabeza. Mamá le dio una nalgada no muy duro, y aunque seria, también lloraba. Abuelo no dijo nada entonces, pero más tarde, sin nadie que los molestase, se sentó a hablar con él.

–Hay cosas que no se preguntan, Darío. Hay cosas que es mejor dejarlas como están.

Muy fácil de decir, pero no de entender. ¿Qué cosas eran esas? ¿Cómo saber cuándo preguntar y cuándo no?

–Eso… eso se aprende con el tiempo, pasando pena preguntando las cosas que no se deben. Por eso es mejor andar callado, Darío. Así se aprende mucho, viendo y oyendo a los demás. Hablando namás aprendes a hablar más.

Lo que decía el abuelo tenía sentido, pero no respondía la pregunta del niño. ¿Cómo iba a averiguar lo que quería, oyendo y mirando, si nadie hablaba nunca del tema?

Su propio cuerpo no le daba respuestas. Todos los días se revisaba los brazos y las piernas, temiendo que por alguna parte apareciera una grieta, una junta como las de los muñecos de armar –juguetes a los que trataba mejor que nunca, pensando que, como mismo él les zafaba los brazos, piernas y cabezas, así podía venir alguien a zafarle los suyos.

En la escuela tampoco descubrió nada. La maestra al principio no entendió la pregunta, y luego se hizo la que no entendía. Cuando Darío empezó a insistir demasiado, lo mandó castigado a la oficina del director. Que la maestra se hubiese saltado todas las etapas intermedias de castigo le indicó al niño que, o bien preguntar era algo muy malo, o bien que ella de verdad no sabía nada. El tiempo demostraría que ambas cosas eran ciertas.

El director era un señor negro, muy serio y callado. Darío nunca lo había visto reírse de verdad, y cada vez que se lo encontraba no sabía si esperar un regaño o un elogio. Cuando oyó la pregunta del niño, se quedó largo rato pensando, mirando a Darío, o quizás a la pared del fondo.

–Darío, ¿tú sabes qué es tu papá? –dijo por fin.

¡Claro que lo sabía! Era Papá. Era músico. Era el hijo de Abuelo y Abuela, y el novio de Mamá. Por desgracia, éstas no parecían ser las respuestas que esperaba el director.

–Lo importante, mi niño –habló lentamente, casi recitando –lo que quiero que recuerdes siempre, sobre todo en los momentos difíciles, es que tu papá es alguien muy especial. Tu papá es un héroe.

¡Un héroe! Por fin una buena noticia. La pregunta seguía sin respuesta, de hecho se había complicado más que nunca, pero la alegría y el orgullo habían aplacado de momento la curiosidad. Por desgracia, el bienestar no duró mucho. En el receso, los niños del aula se pusieron de acuerdo para darle empujones a la vez que le gritaban “¡lisi, lisiado!” Si se tambaleaba o caía, enseguida choteaban “¿qué pasa lisi, te falta una pierna?”, y se iban riéndose, algunos saltando a la pata coja. La maestra, disimuladamente, también se reía.

¿De qué servía preguntar? Abuelo tenía razón, era mejor callarse. Darío pensó mucho de camino a casa, cansado, sucio, con un par de rasponazos nuevos. Todos los días era lo mismo. Si hubiesen sido dos o tres niños podría haberse defendido, pero aunque cada día eran menos, seguían siendo demasiados. Era peor si protestaba, porque entonces lo esperaban después de la escuela para seguir gritándole cosas. Sí, lo mejor era quedarse callado.

Ese día la casa, con la puerta abierta, lucía hasta acogedora. Delante del espejo, usando pantalones por primera vez en semanas, Papá lo esperaba, parado una vez más sobre sus dos piernas. O no… al ir hacia él, apoyándose en Mamá, se tambaleaba tanto que parecía un tentempié viejo. Luego se agachó con mucho esfuerzo, y trató de alzarlo en brazos. Al principio pareció que sí, que podía, pero casi enseguida perdió el equilibrio, y antes de que Mamá pudiera reaccionar, se cayó de nalgas. Los dos parecieron encontrar aquello graciosísimo, por lo mucho que se reían, lo que no evitó que Darío imaginase las lágrimas que Papá no dejaba salir, y la frialdad de la risa de Mamá.

–¿Viste, Dari? Ahora Papá es un robot. –decía el padre, enseñándole lo que había debajo de la tela del pantalón. Era una pierna, plástica, que ni siquiera de lejos parecía real.

–Sí Dari, un robot… y un pirata. ¡Un robot pirata! –decía Mamá, mientras ayudaba a Papá a levantarse con trabajo.

Por lo menos era una pierna, pensó el niño, y aunque ahora le costaba trabajo moverse por su cuenta, según los mayores, en nada estaría caminando, corriendo y hasta bailando. Darío quería creerlo, de verdad quería. Era difícil: esa misma noche, a la hora del baño, vio cómo Mamá ayudaba a su padre a quitarse la pierna nueva. No había nada de mágico en ello, y cuando sus padres entraron al baño –desde que regresara, Papá no podía ni bañarse solo –se quedó ahí, como la cola de una lagartija que ya terminó de dar sus últimos coletazos.

El baño de Papá era una cuestión compleja, por lo que no se dieron cuenta de que la pierna no estaba hasta que hubo que ponérsela de nuevo. El niño la había arrastrado a duras penas hasta el balcón, y ahora estaba a punto de lanzarla por la baranda. Cuando trataron de detenerlo, los miró furioso.

–Papá no es un héroe. –les dijo –Papá no es un lisiado, ni un robot, ni un pirata…

Y con un empujón echó la pierna falsa por el borde. Casi de inmediato, llegó el quejido del plástico contra el asfalto. Los padres, congelados, no podían decir o hacer nada. El niño, por primera vez desde que regresara Papá, empezó a llorar, primero en silencio, y luego con un llanto desesperado que parecía no dejarle nada por dentro.

¿Qué más puede hacer un niño, cuando se da cuenta de que su padre es un muñeco de juguete?