El jueves anterior, la señorita K. notó que estaba embarazada, y la noticia hubiese sido un poco menos chocante, si supiera al menos quién era el padre. Leonardo, el Leo, la había dejado hacía casi dos meses, quizás escapando del peso enorme de la virginidad perdida, o simplemente continuando adelante, hacia otras alturas, después de lograr su “primer tanto”. Los otros dos habían sido historias cortas, el primero un muchacho de la escuela a quien la curiosidad de ella espantó después de la tercera cita, y la bella bestia vikinga de la fiesta. La señorita K. nunca perdonaría a su supuesta amiga, la señorita A., por llevarla allí, como tampoco olvidaría jamás el olor de aquel cuerpo musculoso. Pero sin importar la ocasión, ella había sido extremadamente cuidadosa, y le parecía imposible haber quedado embarazada de ninguno de ellos. Por esta razón, nombrar a un padre ahora mismo era, a lo sumo, un disparo a ciegas.
Cada mañana pensaba lo mismo, “tengo que decirle”, mientras miraba a su padre por sobre la mesa de la cocina. El pequeño señor K. era un hombre gastado, y uno podría adivinar en su rostro marcas antiguas de tristeza y austeridad, fatiga incluso, pero eran sólo rastros, fósiles de sentimientos. Su esposa, la madre de la señorita K., era por supuesto inexistente. Cualquier intento de obtener detalles sobre ella era recibido con una mirada del tedio más absoluto, frente a la cual la señorita K. explotaba, y comenzaba a gritar y a maldecir hasta que salía violentamente de la habitación, siempre bajo los mismos ojos fijos y aburridos. Así que, cada mañana ella pensaba en decirle, pero no decía nada.
Pasaron días como años. La señorita K. comenzó a comer, con la esperanza de que nadie notase un vientre grande en un cuerpo grande. Esto, sin embargo, sólo la hacía estar más tiempo frente a la mesa, frente a su padre. ¿Es que alguna vez él dejaba la cocina? Siempre mirando, siempre igual, ella lo odiaba y lo amaba también por ser su padre, y la única constante en su vida. Por supuesto, el primer cambio sucedió frente a él, y ella hizo lo que pudo para ocultarlo. Más tarde pensaría que podía haber gritado hasta soltar el alma, y eso no hubiera cambiado la expresión en la cara del hombre.
Fue una mordida, una de esas que sólo termina cuando se tocan los dientes. De hecho, lo que sintió fue un dolor punzante, y pensó que era un aborto. Antes de que ese pensamiento se asentara, sin embargo, la realidad la golpeó, “mi bebé acaba de morderme”, y cualquier otra explicación dejó de tener sentido. El dolor duró menos de un segundo, y ella dejó la mesa en silencio, tragándose el grito que se formaba en lo profundo de su garganta. Esa noche no durmió, esperando una (posible) segunda muestra de poderío, pero nada. Sí continuó al día siguiente, en la escuela, casi al final de la clase de Historia.
Lo extraño, a partir de esta segunda ocurrencia, es que dejó de doler. Era como si el bebé le hubiese advertido, “las cosas pudieran ser así”, y rápidamente cambiase el tono, “pero te quiero, mamá, así que lo haremos de esta otra forma”. La señorita K. sintió todas estas respuestas en su cabeza, y también hubo posiblemente visiones, pero el miedo le impedía escarbar demasiado profundo. La canción en su cabeza, sonando en loop, era ahora un fluido “click, click, ñam, ñam”. Empezó a notar las partes perdidas dentro de su vientre, un vacío que podía sentir creciendo más rápido que el bebé.
“Click, ñam, crunch, ya llegó al hueso.” Su tristeza la iba dejando, a pesar de la presión. Los chicos se acercaban a ella, las chicas la admiraban, los maestros la elogiaban. Si sólo supieran… “¡Estoy hueca!”, le gritaba a la almohada, sola en su cama por las noches.Podía escuchar a su padre, moviendo cosas en la cocina, y cada noche antes de dormir pensaba que era el momento justo para hablar con él.
Pero el tiempo pasó sin ella notarlo, con el morder constante, ese único cambio constante dentro de la casa, recordándole la existencia de los segundos. Se miraba en el espejo, aspirando su propia y floreciente belleza. Su bebé heredaría eso, sin dudas. Estas miradas la traicionaban a veces, mostrándole la verdad: sólo quedaban sus ojos en su cuerpo, ojos y piel. Lucía totalmente deliciosa…
En la cocina, lo mismo de siempre. Intentó decirle algo a su padre, pero su voz ya se había ido. Sus manos dejaron también de obedecerla. Parpadeó sorprendida, un, dos, y se fue un ojo. Al menos, pudo darle una última mirada a su padre, quien ni siquiera le prestaba atención, antes de que llegase la oscuridad.